Este año nos hemos portado muy bien.
Aunque hemos intentado cenar todos juntos (al menos el grupo
que nos juntamos todos los años) hemos sido capaces de acostarnos a una hora
adecuada y prudencial.
¡Si ni siquiera hemos pasado por “Faraón” a ver a mi
familia!
Por eso, cada mañana estábamos como un clavo en la sede de
la Uned, disfrutando del mundo romano.
Y así será el viernes, cuando Sabino Perea Yébenes (profesor
titular de Historia Antigua en la Universidad de Murcia) nos hable de
HORA SECUNDA: Puertas Abiertas.
Ese momento, a primera hora de la mañana en la que el Señor de
la casa (Pater Familias) recibe a sus clientes.
Un cliente era un romano que se encontraba bajo la
protección de otro
Cada unidad familiar constaba de un pater familias o padre
de familia bajo cuya autoridad y tutela se hallaba la esposa, los hijos, los
esclavos de su propiedad y los clientes, si la familia era lo bastante
importante como para tenerlos.
Los CLIENTES estaban considerados como una parte especial de
la familia ya que la clientela era una institución muy arraigada en la sociedad
romana. Las familias importantes se vanagloriaban del número de clientes que
tenían y su prestigio y poder dependían en buena parte de ellos.
.
Como ya sabemos, la estructura de la domus (casa familiar
romana) incluía una pieza a la entrada que permitía acoger a los clientes;
aunque lo habitual era permitir su entrada en espacios más privados según su
rango o nivel de confianza (los más humildes se quedaban en la entrada, mientras
que a algunos se les permitía llegar hasta el peristilus).
Cuantos más clientes tuviera, a más prestigio (dignitas)
accedía un romano que pretendiera ser importante.
La condición del cliente, hereditaria, le hacía ser
considerado parte la familia de su patrón, sometido a la autoridad del
paterfamilias; así como miembro menor (gentilicius) de la gens de su patrón,
con lo que estaba sometido a la jurisdicción y disciplina de la gens y podía
acceder a sus servicios religiosos, incluyendo los ritos funerarios, siendo sus
restos enterrados en su sepulcro común. Los libertos pasaban a ser clientes de
sus anteriores propietarios.
Las relaciones de clientela o de patronazgo obligaban a
mantener fides ("lealtad" y "confianza" mutuas) entre
patrón y cliente. Como consistían en acuerdos privados, quedaban fuera del
control estatal; pero se consideraban una mos maiorum ("costumbre
ancestral") y un vínculo de orden religioso, que incluía la dependencia al
patrón para la consulta de los auspicia y las ofrendas a los lares.
El cliente solía provenir de una familia empobrecida o de
origen humilde o extranjero que solicitaba la protección de un romano poderoso.
El mantenimiento de las obligaciones recíprocas entre
cliente y patrón se manifestaba cotidianamente con la costumbre denominada
salutatio matutina ("saludo de la mañana"), que obligaba al cliente a
madrugar para acudir a casa de su patrón para saludarle y recibir comida,
dinero o algún otro presente (la sportula -"pequeña espuerta",
esportillo o cesta); y se ponía a disposición de lo que éste pudiera demandar
de él (por ejemplo, acompañarle a algún acto público, donde estaba obligado a
manifestarle su aprobación y apoyo).
El que el patrón devolviera el saludo, citándole por su
nombre, era una muestra de confianza y reconocimiento.
El orden de recepción venía determinado por el rango del
cliente.
Olvidar el tratamiento que debía darse al patrón (el título
de dominus), podía dar lugar a ser despedido sin recibir la sportula.
Se debía acudir vestido propiamente, con toga, requisito que
para los más pobres era difícil de cumplir, en cuyo caso se esperaba fuera su
propio patrón el que se la facilitara.
Por muy molesto que fuera para el patrón
mantener este ritual cotidiano, desatender las quejas y peticiones de sus
clientes, o no responder a su saludo, era considerado una pérdida de reputación
Quinto Tulio Cicerón, en De petitioniis consularibus,
distingue tres clases de clientes: los que vienen a saludarte a tu casa, los
que llevas al foro y los que te siguen a todas partes, y aconseja acordar un
precio a la exclusividad de los primeros, para evitar el abuso frecuente que
suponía que algunos clientes acudieran a saludar a varios patrones distintos el
mismo día; también aconseja llevar tantos como se pueda al foro, porque el
número de clientes que acompaña a un candidato determina su reputación.
En la ciudad de Roma (teniendo en cuenta que el coste de la
vida era más caro que en otras ciudades), la tarifa de dos sextercios se
consideraba adecuada a comienzos de la época imperial (en tiempo de Trajano,
seis sextercios), cuando ya había decaído la costumbre de los pagos cotidianos
en especie (que se reservaban a ocasiones concretas, como proporcionar entradas
para un espectáculo -especialmente cuando lo organiza el patrón-, ropa para el
año nuevo, o lo necesario para celebrar una boda).
Era habitual que los clientes fueran citados en el
testamento dejándoles alguna parte de la herencia.
Los caprichos extravagantes de los patronos, y la adulación
y el servilismo de los clientes, podían llegar a extremos ridículos, como denunciaron
Petronio, Juvenal y otros satíricos (no pocos de ellos, como muchos otros
literatos romanos, también clientes protegidos precisamente por esa condición).
Con la palabra latina parasītus (castellanizada
"parásito"), proveniente de la griega παράσιτος (parásitos,
"comensal"), se designaba peyorativamente a los clientes considerados
como vagos que vivían a costa de sus patronos.
Después de un café en el bar acostumbrado, volvemos al Centro Asociado.
Ahora es Pilar Fernández Uriel, profesora titular de
Historia Antigua en la Uned,
quien
nos habla de
La hora Quinta: en la calle
Las calles de Roma eran en su mayoría estrechas, ruidosas
sucias y por la noche peligrosas, ya que la oscuridad amparaba a ladrones y
asesinos...
El agua llegaba a la ciudad por medio de acueductos mientras
que los desechos se eliminaban por cloacas.
En lugar de un sistema racional de comunicaciones, las
calles de Roma eran una maraña sin forma que, en parte, había heredado una
primitiva concepción agrícola, al dividir sus vías en tres tipos: itinera
–caminos para peatones-, actus –caminos exclusivamente para un carro- y viae
–caminos donde podían cruzarse dos carros o ir dos carros a la par-.
Cuando la ciudad de Roma enfrento el problema de la superpoblación
una ley que prohibía transitar con vehículos de ruedas de modo que solo podían
circular después del atardecer.
El poeta Marcial se lamentaba: ``En Roma no hay un lugar
donde un pobre pueda hallar serenidad ´´.
Las ciudades eran populosas y sucias.
Los ricos disponían de casa urbanas amplias, pero la mayoría
de la gente vivía en muy malas condiciones.
La mayoría de las casas no tenían cañerías y los desechos
eran vertidos en desagües comunales.
La enorme mayoría de los romanos se apiñaba en las
``insulae´´, edificios de departamentos de hasta ocho pisos, que ni siquiera
contaban con las comodidades básicas.
En general carecían de agua corriente y también de cocina (por
el temor a incendios, que eran muy frecuentes)
La comida y la bebida debían subirse por las escaleras
mientras que la basura y los excrementos debían bajarse por la misma
vía...aunque no era raro que los arrojaran por la ventana.
Con frecuencia había derrumbes-muchos arquitectos agregaban
pisos de más a las ``insulae´´ que estas no podían sostener y también incendios
(debido al uso de velas, lámparas de aceite, etc.) para los cuales existía una
brigada de bomberos equipados con: bombas manuales, baldes, ganchos y hachas,
pero rara vez podían salvar las casas que se incendiaban
En la planta baja de estas insulae había locales a la calle
especializados en un producto específico (Carnes, cereales, etc.).
Como la mayoría de la gente no tenía cocina la compraba
caliente en estos locales callejeros.
En estos locales se encontraban también orfebres, herreros,
alfareros, tintoreros, curtidores, barberos, vendedores de remedios, panaderos,
pasteleros.
Se encontraban talleres de maestros alhamíes, peones,
yeseros…etc.
Además de estos
locales había cientos de Vendedores ambulantes que pregonaban sus productos a gritos.
Las ocupaciones consideradas dignas para un romano eran la
carrera política, la carrera militar y la profesión de abogado.
Todo patricio que se preciara, obtenía sus ganancias de la posesión
de sus tierras, el trabajo de los esclavos y los cargos públicos.
Había una categoría de ciudadanos que vivían sin un trabajo
definido, los plebeyos mantenidos por el Anona, es decir por el Estado.
Un día determinado del mes retiraban la tarjeta que les daba
derecho a recibir víveres gratuitamente para ellos y sus familias.
Alimentándolos se les mantenía pródigos y dóciles.
Caso aparte eran los comerciantes, algunos eran tan ricos
como los patricios.
Para sus negocios construían o fletaban barcos. Importaban
granos de Egipto, fruta, verdura y vino de Italia, madera y lana de las Galias, mármol de Toscana y Grecia,
aceite, plata y plomo de Hispania, ámbar del Báltico, vidrio de Fenicia,
incienso de Arabia, dátiles, papiros y marfil de África, especias, corales,
piedras preciosas y seda de Asia.
Existía pues un activo comercio.